A veces la vida te estalla en las manos.
Salpica, chorrea, destella, y desprende en dolientes pedacitos todos los placeres de la brevedad.
A veces la vida eclosiona, insemina y enferma de sensibilidad todo lo que cuenta. Y hasta el caer de la lluvia, o el rose de la más leve brisa produce efervescencia. Desde el silencio del sueño, o el recorrido del aire que penetra y se marcha del cuerpo involucran. O la estela de olores que invade cada metro, o los tantos impulsos que te agreden los oídos de modo impredecible, al transcurrir del día... o de la noche. De tanto en tanto se dilatan las pupilas y colonizan las reacciones de cada célula del cuerpo.
A veces estalla, se incendia y de un golpe seco se inflama, haciéndote crecer. Y deja abiertos todos los canales, hambrientos de alimento por soñar.
A veces placer y agonía se funden y te encienden por dentro. Te lavan con cenizas y destierran cada gramo de sustancia expirada dentro tu alma.
A veces dilatarse y dejarse caer, te lleva hasta a volar en las alturas.
No sé dónde estoy.
Hoy, amo al río que azota la paja entre rocas y la lleva con vértigo hacia el mar.
Hoy, no sé a dónde voy. Y no me importa. El mar siempre será el final.
Hoy, nada tengo. Y el vacío es gozo de libertad: El idilio que espera surgir, la verdad que puede nacer, el sueño que va a morir, la esperanza que puja por saltar, y caer, y esperar, y agotarse, y frustrada, volver mirar.
A veces la vida te estalla en las manos. Y quedas salpicada de profunda vastedad, de energía, de fluidos delirantes, y deslumbrantes gamas… y pinceles, y paletas… y deseos.
No me importa lo que venga. Qué venga, lo que venga.
Y estalle, y salpique, y me empape, y resurja de ausencias, una y otra vez, la vida.
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